martes, octubre 03, 2006

El macho alfa I

Diciembre de 1998
Como reseñé, mi ingreso en el hogar de Marcela y Willy comenzó con el marcaje de mi territorio con el único implemento que Dios -que es Perro y argentino- me dio: mi orina. Todavía recuerdo la respuesta de mi Papá adoptivo (hacerme volar y refregar mi hocico sobre un diario, chirlos incluidos) y no puedo evitar los escalofríos. Pero aprendí la lección y nunca más hice mis necesidades fuera de las zonas asignadas, lo que convirtió a Willy en la envidia de otros dueños de mascotas.
De todos modos, en la lucha por el poder no pensaba rendirme tan fácilmente.
Cuando me aprestaba a dormir, aquella primera noche, junto a mi nueva jauría -Marcela y Willy-, no imaginé que este último tenía otros planes para mí: una miserable cajita de cartón a la manera de cucha, en la que mi piadosa Mamá adoptiva puso unos trapos a manera de cobijas.
No podía creerlo.
Esa resultó una de las noches más interminables de mi vida. Allí estaba, solo en la oscuridad de la cocina -cerrada-, esperando que alguien sintiera compasión por mí, un pobre y bello cachorro. Pero nadie acudió en mi ayuda. Y eso que lloré y aullé toda la velada. Nada. Después me enteré que Marcela trataba de hacerle la cabeza a su pareja (todavía eran solteros) para que me liberara, pero con escasos resultados. El hombre, aleccionado por décadas con eso de que los perros, afuera; la familia, adentro, supo resistirse a todos los embates: los míos y los de su mujer.
Tuve esperanzas de que la noche siguiente se desarrollara de otra manera, pero nada... Otra vez a llorar y aullar sin beneficios.
Sin embargo, astutamente, Marcela comenzó su trabajo de demoler la resistencia de Willy. Así, poco a poco, me permitió entrar en su habitación. A él no le gustó nada, pues la consideraba zona vedada para mi especie. Todo fue paulatino. Otro día, me alzó (yo todavía era chiquito) y me subió a la cama. Willy puso el grito en el cielo ante lo que entendía como una cochinada. Para él, los perros jamás de los jamases pueden meterse en la cama de los humanos. Ella negoció sabiamente: ¿y si me sostenía sobre su cuerpo, sin dejarme tocar la cama?
En poco tiempo -y estoy hablando de días-, para Willy ya no resultaba tan extraño verme rondar por su cuarto o cruzar miradas sobre la cama, aunque siempre a upa de Marcela. Sí, estaba cediendo. Pero faltaba un paso más.
Ese pasito más llegó casi por accidente. Estaba sobre el pecho de Marcela, llenándola de besos y provocando sus carcajadas, cuando comprobé que Willy estaba a mi alcance. Para él, esa cosa de los besos en la boca le parecía un asco que su padre jamás hubiera tolerado. En un momento en que bajó la guardia, me lancé a un todo o nada: volvía a volar por los aires o vencía sus defensas. Así, como un rayo -o mejor, como un galgo-, le estampé un soberano chupón que lo dejó medio groggy.
El reloj se detuvo. Nos miramos. Podía sentir el latidos de los 3 corazones que había sobre la cama. Willy parpadeó. Y me preparé para lo peor.
-¡Pero...! ¿Qué hacés, nabo? -preguntó con cara de repugnancia mientras se restregaba la mano por la boca para sacarse mi saliva.
Entonces se rió.
Esa noche dormí en la habitación, aunque bajo la cama. Sólo era cuestión de tiempo para terminar de doblegarlo. Muy poco después el lecho comenzó a ser de los 3.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Momento clave, no podía creer lo que veía, pero a partir de ahí comenzó una historia de puro amor.

Psycho dijo...

Sí, pero Willy aflojó gracias a vos.
Fue un hueso duro de roer.