Diciembre de 1998
Día a día fui ampliando mis horizontes y ganando terreno. En poco tiempo comencé a dormir en la cama de Marcela y Willy, y a darles lengüetazos a ambos con igual intensidad. En cierto modo -y dejando de lado el incidente de bienvenida, el del pis en el parquet-, controlaba bastante bien mi relación con ellos. Lo único que no me agradaba era el incumplimiento de la promesa de pasearme que había hecho mi Papá adoptivo a mi Mamá como condición para llevarme a casa. En estos días, me habrá sacado a pasear un par de veces, como mucho. ¿Necesito explicarles lo que significa salir para un perro y encima cachorro?
Sin embargo, reitero, las cosas iban por carriles óptimos. Realmente no me podía quejar. Ese estado de satisfacción permanente me dio una falsa sensación de dominio territorial que resultó fatal.
Ocurrió todo con apenas un par de días de diferencia.
Estaba agrandado y confiado, una combinación explosiva. Vi el tacho de basura de la cocina y, sobre todo, lo olí. Me llegaba una explosión de tentaciones exóticas en forma de vaho que hipnotizó mis sentidos y provocó una urgente necesidad de comer. Lo peor de todo es que tenía la panza llena. Eso no me detuvo.
El plan era simple: meter el hocico bajo la tapa del tacho, picar alguna delicatessen y dejar todo como estaba, para que no se aviven. El crimen perfecto, bah. Eso hice. De un momento a otro sumergí mi trompa en un océano de huesos con algo de carne, papas y un poco de pan. El efecto resultó embriagador y quise más. Y más. Y más. El crimen perfecto se desplomó, junto con el tacho, que no soportó el peso de mis patitas, produciendo un derrame sobre la coqueta cerámica de la cocina. ¡Oh, Dios! ¿Por qué no me diste manos? Limpié todo lo mejor que pude (en realidad, quise hacer desaparecer la evidencia comiéndomela), pero muy pronto descubrí que la yerba húmeda y el filtro de café con restos de café se agarran mucho al piso.
Mi suerte estaba echada I.
Día y medio después, la tentación arribó en forma de pantufla. Con los años descubrí que es mejor que me meta con las cosas de Marcela, porque es más comprensiva y suave que mi Papá. A lo sumo, ella me pega un par de grititos y todo vuelve a sitio. Mi idea, irresistible como todas, de querer jugar con una pantufla de Willy resultó de las peores. No la mordí demasiado, pero sí lo suficiente para deshilacharla un poco en la zona del talón.
Para qué...
Mi suerte estaba echada II.
Y volé, una y otra vez. Y cuando aterrizaba, Willy me calzaba de voleo con la pantufla en la cola, que -por suerte- no dolía mucho, hasta que acertó en el hocico.
Desde entonces nunca más toqué una cosa de mi Papá. Y la basura ahora está en un lugar inalcanzable.
Hasta que se descuiden.
Día a día fui ampliando mis horizontes y ganando terreno. En poco tiempo comencé a dormir en la cama de Marcela y Willy, y a darles lengüetazos a ambos con igual intensidad. En cierto modo -y dejando de lado el incidente de bienvenida, el del pis en el parquet-, controlaba bastante bien mi relación con ellos. Lo único que no me agradaba era el incumplimiento de la promesa de pasearme que había hecho mi Papá adoptivo a mi Mamá como condición para llevarme a casa. En estos días, me habrá sacado a pasear un par de veces, como mucho. ¿Necesito explicarles lo que significa salir para un perro y encima cachorro?
Sin embargo, reitero, las cosas iban por carriles óptimos. Realmente no me podía quejar. Ese estado de satisfacción permanente me dio una falsa sensación de dominio territorial que resultó fatal.
Ocurrió todo con apenas un par de días de diferencia.
Estaba agrandado y confiado, una combinación explosiva. Vi el tacho de basura de la cocina y, sobre todo, lo olí. Me llegaba una explosión de tentaciones exóticas en forma de vaho que hipnotizó mis sentidos y provocó una urgente necesidad de comer. Lo peor de todo es que tenía la panza llena. Eso no me detuvo.
El plan era simple: meter el hocico bajo la tapa del tacho, picar alguna delicatessen y dejar todo como estaba, para que no se aviven. El crimen perfecto, bah. Eso hice. De un momento a otro sumergí mi trompa en un océano de huesos con algo de carne, papas y un poco de pan. El efecto resultó embriagador y quise más. Y más. Y más. El crimen perfecto se desplomó, junto con el tacho, que no soportó el peso de mis patitas, produciendo un derrame sobre la coqueta cerámica de la cocina. ¡Oh, Dios! ¿Por qué no me diste manos? Limpié todo lo mejor que pude (en realidad, quise hacer desaparecer la evidencia comiéndomela), pero muy pronto descubrí que la yerba húmeda y el filtro de café con restos de café se agarran mucho al piso.
Mi suerte estaba echada I.
Día y medio después, la tentación arribó en forma de pantufla. Con los años descubrí que es mejor que me meta con las cosas de Marcela, porque es más comprensiva y suave que mi Papá. A lo sumo, ella me pega un par de grititos y todo vuelve a sitio. Mi idea, irresistible como todas, de querer jugar con una pantufla de Willy resultó de las peores. No la mordí demasiado, pero sí lo suficiente para deshilacharla un poco en la zona del talón.
Para qué...
Basura + pantufla = ¿Qué hiciste? ¿Qué hiciste? ¡Ahora vas a volar!
Y volé, una y otra vez. Y cuando aterrizaba, Willy me calzaba de voleo con la pantufla en la cola, que -por suerte- no dolía mucho, hasta que acertó en el hocico.
Desde entonces nunca más toqué una cosa de mi Papá. Y la basura ahora está en un lugar inalcanzable.
Hasta que se descuiden.